Santiago había estado mucho tiempo ensayando con su nuevo
saxofón.
El día que lo compró lo hizo llevado por un impulso,
producto del cansancio inconsciente ocasionado por las muchas ocasiones que lo
había contemplado en el sitio donde se encontraban semanalmente.
Cada domingo
cuando Santiago iba a cumplir su rutina deportiva se cruzaba con ese estudio de
música donde permanecía Saso-como bautizaría después al instrumento en medio de
sus característicos juegos de palabras-.
Lo había visto expuesto varias veces y siempre lo
deslumbraba su brillo, acariciaba a la distancia cada una de sus curvas y no se
imaginaba que algún día lo tendría entre sus manos.
La primera vez que pudo juntar sus labios con la boquilla de
Saso sintió tal placer que no pensaba en otra cosa. Emitió un sonido hermoso
aunque inesperado y dejó en sus oídos una marca difícil de borrar.
No estaba seguro de si podría repetirlo, pues lo había
considerado algo pasajero. Aun así decidió tomar clases para acercarse cada vez
más al instrumento y conocer a fondo su funcionamiento.
Paso a paso, entre sesiones teóricas y cortos espacios de
contacto indirecto con Saso, llegó el momento en el que pudo volver a sentirlo
en su boca. Fue un poco torpe y sin embargo lo sintió tan plácido como esa
furtiva primera vez.
Quería que fuera perfecto, porque ya tenía un camino recorrido,
porque tenía el maravilloso recuerdo de aquel día y porque buscaba nuevos
motivos para seguir tocándolo. No lo sintió de esa manera aunque tenía más
confianza, así que se cuestionó por no haberlo hecho mejor. Pasaron infinidad
de hipótesis por su cabeza y no encontró una respuesta clara, lo único cierto
es que la situación le estaba produciendo una sensación extraña y simultáneamente
quería continuar descubriendo los sonidos de Saso.
Dispuesto a hacerlo apagó su cerebro para fundirse en un
solo cuerpo con el saxofón, sin importar como lo soplara ni como saliera el
aire convertido en sonido. Nuevamente experimentó el placer de la primera vez y
ahora le sumaba la alegría de sentir por fin suyo a Saso, ya no era solamente
el instrumento lejano que lo había cautivado, le había entregado parte de su
corazón, de su alma y de su ser.
Tal vez eso era lo que lo inquietaba, haberse dejado
envolver de esa manera por un saxofón.
El disfrute que le provocaba era tan alto como la cantidad
de temores que le surgían cuando se detenía a imaginar lo que pasaría más
adelante: tendría que dedicarle jornadas enteras a practicar y enfrentarse a
sus familiares y amigos que no sabían lo que venía haciendo con el
saxofón. Todas sus rutinas diarias y su
vida habitual cambiarían para incrementar sus momentos con Saso, y no estaba
seguro de si estaba dispuesto a asumirlo.
Se llenaba de incertidumbre cada vez que lo pensaba, pese a
que semana a semana era mayor el tiempo que le dedicaba al saxofón.
Nunca supo
cómo llegó a ese punto, pues lo tenía controlado, no era una adicción ni una
necesidad que lo estuviera afectando; simplemente tocarlo lo hacía feliz, con
su música se sentía tranquilo porque todo lo que le fluía era natural: los
movimientos de sus dedos, de sus labios y hasta las conexiones neuronales que
inspiraban sus canciones.
Las dudas desaparecieron cuando decidió que no quería
perderse esos beneficios.
Desaparecieron no porque se hubieran extinguido y ya
no las generara sino porque las ignoraba, dejó de analizar cada uno de sus
movimientos con el saxofón y confió en sus instintos, que cada vez fueron más
acertados; tanto que lo llevaron ahí: a su primer gran concierto como solista,
al que tuvo el privilegio de ponerle nombre y optó por “Saso Ciego”, porque no
era suyo, sino del saxofón y de la confianza plena que había depositado en su
relación, con la convicción de que el resultado sería favorable aunque no lo
viera.
No hay comentarios:
Publicar un comentario